En el fondo de un
agujero, con los pies en el barro y limpiando un jarrón demasiado viejo como
para conservar cualquier utilidad que alguna vez se le dio, otro estaría
maldiciendo a los ancestros de quienes le pusieron ahí. Carlos, sin embargo, se
sentía más feliz con cada movimiento de cepillo. Porque su agujero estaba en
Oriente Medio, el barro que manchaba sus pies pertenecía a una tierra que era
abrazada por el Tigris y el Éufrates, y porque ese jarrón había visto nacer a
la civilización. Aunque todavía era temprano para darle un cumpleaños, sus
compañeros estaban bastante seguros de que la pieza de cerámica había sido
hecha entre el año 4000 y el 3000 a.C. Ese jarrón, que, hace milenios, habría
sido utilizado por algún sumerio con la naturalidad con la que nosotros usamos
un vaso, era ahora, con sus símbolos grabados, una postal desde el pasado.
James golpeó su reloj insistentemente. La
hora era la adecuada, pero los números de la fecha no decían nada coherente.
James siguió aporreando el aparato con la esperanza de que empezase a
funcionar. Cuando eres un viajero del tiempo, tiendes a obsesionarte con esa
clase de cosas. Aunque su delicada técnica no funcionó, si sirvió para
calmarle. Tras un resoplido, se levantó del suelo, apoyó las manos en las
caderas y empezó a analizar lo que tenía ante sí. Usando su habilidad deductiva
de viajero del tiempo, James concluyó que las pirámides y el desierto
significaban que estaba en Egipto. Junto a él, una enorme estatua representando
a Ptolomeo I Sóter le dijo que debía estar en la época ptolemaica, entre el año
IV y I a.C. En esos momentos, en algún lugar, el faro de Alejandría todavía
estaría en pie. No es que esto fuera un consuelo para él, claro.
Corría el año 2001 cuando Alejandro observó
en las noticias que Samarcanda había sido declarada patrimonio de la humanidad.
Aunque su antigüedad no hacía esto ninguna sorpresa, la noticia le recordó a la
última vez que estuvo allí. Afectado por la nostalgia, Alejandro cogió el
primer avión hacia Uzbekistán. Si bien la ciudad se había modernizado, y ahora
los coches y los televisores se encontraban por todas partes, él todavía
percibía el esqueleto de la metrópolis que lo vio nacer. Alejandro no tenía a
nadie en el mundo con quien estar, pero sentado en un banco de la plaza, los
recuerdos de la gente que había conocido le inundaron. Gentes de todas partes,
de diversas lenguas y culturas, cada uno con una historia diferente que contar.
Alejandro tenía eso en común con la ciudad. Pero además de eso, Samarcanda y Alejandro
también tenían en común 24 siglos de edad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario