jueves, 17 de enero de 2013

Columna - La oficina de las horas perdidas


O estás en un descanso de comprobar que todos los aparatos de tu casa con reloj están sincronizados (que en la época actual puede ser hasta tu nevera), o estás leyendo por qué si alguien es capaz de ponerle un reloj a una nevera seguro que puede hacer que se cambie la hora ella misma. El cambio de hora tiene la tendencia de ser bastante puntual. En primavera o en otoño, llega un sábado a las dos y te dice que ya no son las dos. Algunos lo defenderán, alegando que hace su trabajo, que ahorra energía o que beneficia a las personas que necesitan de las horas diurnas (comercios o Superman). Pero no nos dejemos engañar. No olvidemos cuantos programas perdidos, cuantos trenes no han llegado a su hora, cuantas noches de fiesta abreviadas y, criminalmente, cuantas horas de sueño ha robado. Una. Eso son dos misas perdidas. Pero no te abraces al pánico todavía. Piensa en tus hijos, o en tus futuros hijos que algún día llegarán (más pronto o más tarde dependiendo del cambio de hora). Cuando te despertaste está mañana y viste el reloj, dudaste. No te puedes fiar del tiempo todavía. No te preocupes, en estos momentos, casi nadie puede. Aprovéchalo. No pienses en “el día del cambio de hora”, sino en el día de “Es que con esto del cambio de hora…”. Llegar tarde, llegar temprano, olvidarte una fecha, incluso perderte en medio de El Corte Inglés. Algunos criticarán esta medida, pero jamás el Estado había dado a sus ciudadanos una excusa tan infalible como “Se me olvidó cambiar la hora”.     

Diseño de una portada


Diseño de un interior de página


Recreación del logo de IBM


martes, 15 de enero de 2013

3 historias cortas



En el fondo de un agujero, con los pies en el barro y limpiando un jarrón demasiado viejo como para conservar cualquier utilidad que alguna vez se le dio, otro estaría maldiciendo a los ancestros de quienes le pusieron ahí. Carlos, sin embargo, se sentía más feliz con cada movimiento de cepillo. Porque su agujero estaba en Oriente Medio, el barro que manchaba sus pies pertenecía a una tierra que era abrazada por el Tigris y el Éufrates, y porque ese jarrón había visto nacer a la civilización. Aunque todavía era temprano para darle un cumpleaños, sus compañeros estaban bastante seguros de que la pieza de cerámica había sido hecha entre el año 4000 y el 3000 a.C. Ese jarrón, que, hace milenios, habría sido utilizado por algún sumerio con la naturalidad con la que nosotros usamos un vaso, era ahora, con sus símbolos grabados, una postal desde el pasado.



   James golpeó su reloj insistentemente. La hora era la adecuada, pero los números de la fecha no decían nada coherente. James siguió aporreando el aparato con la esperanza de que empezase a funcionar. Cuando eres un viajero del tiempo, tiendes a obsesionarte con esa clase de cosas. Aunque su delicada técnica no funcionó, si sirvió para calmarle. Tras un resoplido, se levantó del suelo, apoyó las manos en las caderas y empezó a analizar lo que tenía ante sí. Usando su habilidad deductiva de viajero del tiempo, James concluyó que las pirámides y el desierto significaban que estaba en Egipto. Junto a él, una enorme estatua representando a Ptolomeo I Sóter le dijo que debía estar en la época ptolemaica, entre el año IV y I a.C. En esos momentos, en algún lugar, el faro de Alejandría todavía estaría en pie. No es que esto fuera un consuelo para él, claro.


  Corría el año 2001 cuando Alejandro observó en las noticias que Samarcanda había sido declarada patrimonio de la humanidad. Aunque su antigüedad no hacía esto ninguna sorpresa, la noticia le recordó a la última vez que estuvo allí. Afectado por la nostalgia, Alejandro cogió el primer avión hacia Uzbekistán. Si bien la ciudad se había modernizado, y ahora los coches y los televisores se encontraban por todas partes, él todavía percibía el esqueleto de la metrópolis que lo vio nacer. Alejandro no tenía a nadie en el mundo con quien estar, pero sentado en un banco de la plaza, los recuerdos de la gente que había conocido le inundaron. Gentes de todas partes, de diversas lenguas y culturas, cada uno con una historia diferente que contar. Alejandro tenía eso en común con la ciudad. Pero además de eso, Samarcanda y Alejandro también tenían en común 24 siglos de edad.